No recuerdo desde
cuando, seguramente mucho antes de que yo fuera capaz de recordar.
Las primeras
lluvias de otoño nos hacían sonreír: cada gota era la promesa de una posible cosecha
de setas.
Llegaban los sábados,
apresurados sábados de infancia y, todavía masticando el último bocado, allá
nos lanzábamos los cuatro, andando de camino al bosque.

¿Cestos? Dos, uno
mi madre y otro mi padre. Mi hermana y yo colaborábamos con el que teníamos más
cerca. A mí me gustaba seguir a mi padre porque se metía por los sitios más
complicados, sinónimo de aventura, de fantasía, de … sueños. Recuerdo una vez
que tanto me compliqué entre los arbustos que tuvo que venir el perro a “salvarme”:
me agarré a su cola y me ayudó a salir. Siempre lo celebramos: “Liber” (así se
llamaba el perro) el héroe.

Sí, ha llegado el
puente y hemos ido al bosque. Ya no vamos andando, entramos hasta el alma de
las sombras con el coche. Entre muchas setas desconocidas enseguida vemos las
conocidas por todos: compresas, latas, botellas de plástico…, si te fijas bien,
en las entradas cercanas a la carretera se puede ver incluso algún condón.
¿Aún no sé por
qué nos hace tan feliz encontrar setas? El gasto de gasolina, el tiempo y los sudores
valen más de lo que vale un kilo en el mercado, sin embargo, qué feliz nos hace
poderlas recoger en lugar de comprar.
A menudo llego a
la conclusión de que cada seta robada a la hojarasca es un guiño a mi infancia,
un momento con mis ocho o diez años, un segundo con nuestras llamadas por el
bosque, intentando situarnos en el espacio; una suerte, una heroicidad, un
abrazo estrecho con la tradición vivida.
Sí, el bosque ya
huele a otoño.
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