Cuando
presenté, tanto en Salobreña como en Tordera, mi libro “Cuna de amargo azúcar”,
utilicé como ejemplo de conciencia ante el silencio unánime, frente a la
reflexión necesaria sobre la Guerra Civil, posguerra y represión posterior, la
figura de Bárbara. Hoy he tenido la suerte de disfrutar de su conversación
durante un rápido puñado de horas.
Bárbara
es profesora jubilada, de nacionalidad alemana, hija de un oficial de la SS
para más señas, que ha decidido dedicar su tiempo y su esfuerzo en la
divulgación, desde la conciencia y el sentimiento, de todo lo que se esconde
tras los silencios de los vencidos.
Conocí
a Bárbara en una visita escolar al campo de refugiados republicanos de
Rivesaltes, más allá de Perpignan, cuando, con el corazón emocionado, intentaba
que los alumnos entendieran el sufrimiento de la injusticia. Para las nuevas
generaciones, que han aprendido la historia en los libros y no en la piel,
aquel testimonio fue importante, muy importante (y más viniendo de quién venía).
Para los que hemos vivido aquella injusticia en el testimonio directo de
nuestros mayores, el esfuerzo por comprender el sufrimiento no es tan difícil
aunque siga siendo necesario. Ya hemos tenido demasiado silencio.
No
se buscan responsables en los descendientes de los ejecutores, solo se busca
comprensión, sensibilidad y conciencia.
Desde
esta mi tribuna quiero agradecer profundamente a Bárbara su tiempo, su
esfuerzo, su capacidad de análisis y su sonrisa cómplice.
“Los que perdieron la guerra, con su
silencio obligado también perdieron la paz”.
Demos
una oportunidad a la justicia, ofrezcamos a los hijos y nietos de las víctimas
esa paz que durante cuarenta años se les negó.
Porque,
¿de qué nos sirve el silencio?
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